No tanto como Xerardo Rodríguez, pero sí le tratamos hace ya muchos años. Era, es, será siempre, una buena persona, un tipo con sentimientos, un personaje afable, dialogante, abierto a ser amigo de los amigos; ahora, postrado en el lecho del dolor, después de un calvario de enfermedad durante años, Julio Dorado nos ha escrito a todos, a través de la ventana abierta en "La Región", de Ourense, el otro día. Y lo ha hecho de un modo tan crudo, tan descarnado, tan real, tan sincero, tan abierto, tan contundente, que -si no fuese por qué- darían ganas de mandar todo a cierto sitio, porque no es justo semejante sufrimiento, no es justo semejante camino final para un ser humano.
Julio Dorado "el aviador", el aventurero de las nubes, como le decíamos en aquellos tiempos jóvenes de un Periodismo más o menos audaz, dice habernos enviado a todos los que la hemos leído estos días, su última carta. Yo creo que no, que no hay una última carta, hay una carta abierta, para que los que le hemos conocido, recojamos el guante de su valentía, de su compromiso, de su honestidad, al tiempo que condenemos abiertamente, sin límites, la enorme desgracia que a este hombre se le vino un día encima.
Nos duele infinito, saber que Julio Dorado no ha tenido la suerte de una recuperación que otros sí tuvieron. Y que desearíamos todos tuviesen cuando la enfermedad alcanza. No ha sido así, por lo que desgraciadamente parece. Y es muy de lamentar, porque Julio -ni nadie- se merecía esto.
Con la debida venia, transcribimos lo que Xerardo Rodríguez transcribió, hace unas horas situó, en Galicia Única. Con un abrazo, al fin y al cabo amigo, a Julio Dorado, "el aviador".
ESPERANDO QUE SOLO
SEA UN PUNTO Y APARTE
Siempre le leía. Me regalaba un sinfín de historias que añadir a las que incorporé largos años de sincera amistad entre dos hombres para los que volar era vivir. Julio Dorado es un amigo de esos a los que hace tiempo no veo, porque me he encerrado en el chiringuito y es demasiado pequeño para que entre la grandeza de la bonhomía. Sin embargo, me acuerdo de él y de nuestras aventuras todos los días cuando buceo en el pasado inmediato para sentirme feliz y cuando pasa por mi cielo cualquier aparato que vuele. Esta semana, su último artículo en La Región ha colmado mi rostro de tristeza y mi alma de esperanza. Él te lo cuenta todo porque todo le sale siempre del corazón.
Hoy me permito compartir con Julio los sentimientos… porque el dolor es solo suyo. Aunque a mí me hayan saltado las lágrimas por pura espontaneidad.
Xerardo Rodríguez
EL SILENCIO DEL AVIADOR
Por Julio Dorado
Quedan los hijos: oro de ley, veinticuatro quilates de nobleza; queda el árbol: un nogal treintañero cuyas hojas dan lozana sombra y cuyas nueces ya pisotean los nietos cuando vienen a casa a visitarme; no está el libro, pero por ahí quedan dispersados mis artículos. Sin embargo no puedo decir “misión cumplida”, porque aún me quedaba todo por hacer.
Todo hombre de mi edad lleva en su interior un cementerio de seres queridos: abuelos, tíos, padres ya se fueron; también algunos compañeros de la infancia que aún no les tocaba; varios colegas de profesión (tres de ellos empleados míos) y un montón de dilectos desconocidos fuese o no testigo de su óbito: accidentes de tráfico, catástrofes naturales, víctimas de terrorismo, con los que me he sentido hermanado en la desgracia. La muerte siempre está presente, pero siempre resulta incomprensible. No me quejo. Si os contara todo lo que he hecho pensaríais que viví doscientos años.
Como el dragón de Komodo el cáncer me inoculó su ponzoña cuando menos lo esperaba. Luego me ha dejado ir para seguirme y ver cómo y cuándo claudicaba. Cirugías, radioterapias, quimiovenenos, he podido llegar hasta aquí. Aún respiro, pero el bífido lagarto ya intuye mi carroña: disneico, narcotizado por la morfina, genuflexo no puedo dar un paso más. No tendré la misma suerte que mis perros: ahora es cuando agradecería a mi lado alguien con la generosidad suficiente para inyectarme el tiro de gracia.
La vida es una experiencia que he procurado vivir en primera persona. Aunque dejo en este mundo muchos seres queridos, la muerte no me privará de nada: he probado todos los placeres: he flotado en las aguas del Mar Muerto, he hecho vivac en el Sáhara, he visto mil amaneceres, he sobrevolado la cordillera de los Andes, el río Misisipi y la cascada del Salto Ángel. En lo tocante al trabajo he tenido la misma profesión que tienen los ángeles: volar. Pero ni el arcángel Gabriel, ni el diablo Cojuelo han tenido más faena que este humilde aviador. He sido muy afortunado: colgado de punta a punta del cielo he disfrutado de la misma perspectiva de los dioses.
En el amor confieso que he pecado, pero sólo me arrepentiría de haber tenido la flaqueza de enmendarme antes de tiempo. Ha habido sombras y resplandores (de las hostias que me han dado): me han cogido puntos de sutura, he dormido en las alamedas, he despertado en comisarías, me han perdonado la vida y he sentido ganas de matar. Las luces me las reservo, pero han sido tantas las vivencias agradables que iluminarían la cara oculta de la Luna.
A dos telediarios del final os puedo asegurar que el mundo no se divide entre buenos y malos, como nos han enseñado; ni entre ricos y pobres, como constatamos cada día; ni entre cuerdos y locos, de lo que todos tenemos un poco; ni, como escribió García Márquez, entre los que cagan bien y los que cagan mal; el mundo se divide entre los que están sanos y los que están enfermos: la mayor fortuna de la vida es la fortuna de vivir mientras uno está libre de enfermedad.
Dicen que uno es del lugar donde están enterrados sus muertos. Yo soy del viento. A los míos les suplico que elijan el ataúd más caro, que compren el más barato y lo que sobre se la gasten en francachelas, o, si están muy ocupados, se lo den a los indigentes. Mis cenizas: una parte al Cañón del Sil, la otra a las rocas de Mougás.
Mi vida seguirá mientras alguien me recuerde. A medida que pase el tiempo la tristeza irá disminuyendo entre quienes me han querido. Pido perdón a quien haya molestado. Espero el final con curiosidad; la muerte es el acto más íntimo que hay y aunque sé que llegaré puntual a la cita, ¡por fin!, me gustaría llegar preparado. Quiero mirar para adentro y recordar lo bueno. Ya no leo ningún libro por temor de no poder conocer el final. Atlántico y La Región tienen muy buenos columnistas: Conde, Monxardín, Orío, Noguerol, Carreño, Perozo, Feijoó, Xabier, son los que conozco en persona; pero los leo a todos con fruición; lo seguiré haciendo mientras pueda.
Éste será mi último artículo. Me da pudor llamaros lectores, porque no soy escritor. Os dejo mi email: jda0807@gmail.com. Podéis hablar de mí maravillas, o ponerme a parir. Este aviador guardará silencio en cualquier caso. En cualquier caso, que los hados os sean propicios.
Julio Dorado. Ojalá que la esperanza -siempre- se transforme en una mejoría real. Ojalá. |