Es Navidad. Y ya está. Un año más. Un año menos. No podemos quedarnos en un aserto tan simple...
Cuando eres niño y es Navidad, en mayor o menor grado, alrededor se hace presente casi un gentío. Hay padres, hay hermanos, hay primos, hay tíos, hay abuelos y... con un poco de suerte, hasta bisabuelos... Cuando eres niño, la Navidad es...
Cuando van pasando los años y en la familia van quedando huecos porque algunos han partido ya hacia la Vida Eterna... algo notas, algo sientes, algo te lleva a pensar que aquella felicidad que de niño sentías comienza a cojear, porque ya no está en tu vida diaria -y tampoco en tu Navidad- aquel pariente, aquel otro familiar, aquel otro y... aquel otro.
Cuando siguen pasando los años y en la familia ya no están -porque han muerto- los abuelos, los padres, los tíos, los otros y los de demás allá... entonces esto ya casi es un desastre, desde el punto de vista con el que en tiempos pasados contemplabas la Navidad. No tienes muchos con quienes compartir, se han ido con los ausentes aquellas sensaciones -de plenitud- felices de antaño, hasta te parece que no hay razones en demasía para sentir la Navidad.
Y, sin embargo, las hay. Las habrá siempre, a poco que se entienda, que se perciba el verdadero espíritu -cristiano- de la Navidad. Y es, cuando han pasado los años, cuando has perdido a tantos y tantos referentes del círculo familiar, del círculo afectivo, del mismo círculo de amigos... Es, cuando has perdido a tantos y tanto, cuando te das cuenta del verdadero sentimiento, del verdadero espíritu de la Navidad.
Hallamos el verdadero espíritu de la Navidad cuando -convencidos- hacemos de Dios Nuestro Señor, del Salvador, el punto central de este tiempo gozoso. Dios, que está en todo lo creado; Dios, que está en nuestras vidas. Dios, a través del cual estamos en comunión con nuestros seres queridos que se nos van a lo largo de nuestras vidas. Por eso recordamos tanto a los ausentes, especialmente en días como estos, en la Nochebuena, en la Navidad...